La rutina se repite indiferente, vacilante y taciturna. Nos levantamos a un horario determinado casi por el azar, buscamos el cepillo de dientes que se encuentra colgado o zambullido en una repisa o vaso de plástico- que hace un tiempo lejano e irreconocible tenía un valor significativo pero que hoy no es más que un objeto invisible- dentro del pequeño placard que tenemos en el baño y, en soledad juntando fuerzas para afrontar el día, colocamos abundante dentífrico y ensayamos con sutileza un procedimiento matemático como si estuviésemos practicando con violines de por medio, solo que con nuestros dientes pastosos.
Luego de la primer tarea, nos dirigimos a la cocina y encendemos con un fósforo la hornalla fría, sin antes cerciorarnos que la pava tenga suficiente agua para la infusión de aquella hora de la mañana. Mientras esperamos, analizamos con detenimiento los quehaceres de la jornada: la comida del mediodía, mirar alguna película y de ser así, ¿cuál? -es que ya hemos visto la mayoría que merecen el tiempo y la dedicación- y, por último, ocupamos un momento preciso para revisar la agenda de compromisos impostergables con el trabajo o alguna obligación de otra índole.
El desayuno transcurre mientras masticamos las últimas novedades del día y esperamos a que se levante el resto de la casa- si es que convivimos con otras personas-. A veces, si esto ocurre, entablamos, casi por correspondencia, un diálogo al pasar con alguno de ellos que se cierra en debates concluyentes.
Las horas pasan entre las mismas sensaciones del día anterior: la angustia, las risas por las vivencias insólitas de estos momentos y los pensamientos confusos y ambivalentes sobre el tema:
–qué haremos cuando todo termine, si es que termina pronto-, nos repetimos con displicencia y desagrado ante los acontecimientos que nos toca transitar de manera obligada y sin ninguna otra alternativa.
Nos sorprende la media tarde: los mensajes, y las videollamadas propician un intercambio amistoso y solidario de películas, series, libros o simples temáticas que los participantes han experimentado y que en la construcción del diálogo representan una especie de trueque, transformándose casi sin querer en un negocio o transacción virtual. En ocasiones, las charlas se corresponden con el virus, aunque también se relacionan con otros intereses que poco tienen que ver con la situación caótica. En este marco surgen los problemas, las inquietudes y las anécdotas que cada uno atesora bajo llaves y que revelan así el más hondo de los secretos de nuestra existencia.
Tras el contacto entablado por fuera de las cuatro paredes de nuestra guarida a través de medios electrónicos, recreamos otro estado de situación: revisamos la heladera, extraemos los restos que han quedado del mediodía y completamos el deber de la cena.
De repente llegan las 23:30 del sábado, aunque, sin darnos cuenta, se podría creer con total seguridad que ya hemos pasado al lunes o a cualquier otro día (de modo que, de ser así eternamente, los almanaques y sus fabricantes ya no tendrían ni la más mínima importancia); Y acto seguido a esta confusión inevitable nos encontramos preguntando al resto de la mesa si querrán algún café o postre para despedir la noche.
Tras otro encuentro con los mismos rituales, atinamos a levantar los platos, colocándolos debajo de la canilla y lavamos con despreocupación y sin apuro los restos de un momento líquido y pasajero. Al terminar, nos rozamos con el codo y levemente repetimos: -buenas noches, que descansen-.
Acostados, recogemos la última página del libro que hemos dejado en aquel velador que permanece inmóvil al lado de la cama. Es que, justo allí, en la hora más trascendente de la vigilia donde surgen las grandes verdades internas, ese papel débil y tembloroso nos protegerá ante cualquier pensamiento destructivo y será nuestro principal sostén para una noche más de encierro y cuarentena.